Homilía en la fiesta de San Esteban de los Hermanos Agustinos
En el Encuentro de los Hermanos de la Provincia agustiniana de San Juan de Sahagún se realizó una celebración eucarística por la Fiesta de San Esteban, en Madrid el día 26 de diciembre de 2023 en el Colegio de Nuestra Señora del Buen Consejo.
A continuación se adjunta la Homilía pronunciada por Monseñor Luis Marín de San Martín, O.S.A.
«Queridos hermanos:
Una hermosa tradición en el tiempo de Navidad es la del nacimiento, también llamado belén o pesebre. Creo que uno de los recuerdos más bellos de las Navidades de mi infancia es el que se refiere a cuando mis hermanos y yo montábamos el nacimiento en mi casa, con figuritas que se guardaban cuidadosamente durante el año envueltas en papel de periódico y colocadas con mimo en unas cajas. Cuando se acercaban las fiestas navideñas, íbamos con mis padres a comprar musgo, a recoger tierra y piedras en los parques y armábamos una representación del Belén bíblico, lo más parecida al original, según lo que nosotros ingenuamente imaginábamos, es sí, modificada cada año, en la que colocábamos las casas, el castillo de Herodes, el campo de los pastores y, por supuesto, los Reyes Magos, que poníamos lejos e íbamos acercando un poco cada día. Después venía el turno de las figuritas. La más complicada de situar era siempre la del ángel con la estrella, que guiaba a la Magos e indicaba a los pastores el lugar en el que había nacido Jesús: teníamos diversidad de opiniones sobre si debíamos ponerla en el portal, o en la parte más alta del belén o incluso cerca de donde estaban los pastores. Se ve que los que anuncian y guían hacia Dios rompen los esquemas y nunca son fáciles de situar. Eran tiempos de sencillez, inocencia y alegría. Estas pequeñas y a su modo artísticas representaciones de la primera Navidad han dado origen a la espléndida tradición belenística de muchos países y es una satisfacción ver que no falta en nuestros colegios y parroquias y que, a menor escala y en la versión reducida del portal, también está presente en despachos, salas y habitaciones.
Se tiene a san Francisco de Asís por el creador genial de estos pesebres, belenes o nacimientos, allá por 1223, en la población de Greccio. Ahora celebramos los 800 años. Pero debemos recordar dos particularidades por lo que se refiere a la idea de san Francisco al respecto, que pueden iluminar nuestra Navidad.
No se trataba de pequeñas figuras de terracota, cera o madera, sino de seres vivos. San Francisco crea lo que podríamos denominar el primer belén viviente. ¿Qué nos quiere decir a nosotros?
* Que la Navidad no es un espectáculo para contemplar sino un misterio a asumir. Corremos el riesgo de olvidar el tremendo escándalo, que debiera conmocionarnos, del Dios hecho hombre. Nos hemos acostumbrado a la asombrosa maravilla del Verbo divino que se abaja, entra en el tiempo y se hace historia humana desvalida y frágil. Oculto en ella y al mismo tiempo evidente. Solo el humilde puede abrirse al misterio de la humildad del Dios que se encarna. Por eso nosotros, prepotentes, soberbios, y despectivos, hemos perdido la divina magia de la Navidad.
* Que este misterio se hace realidad en las personas y situaciones del mundo actual, aquí y ahora. Jesús nace en cada ser humano y en cada acontecimiento. No solo entre luces, canciones, dulces y alegría. Nace también entre las bombas de la martirizada Ucrania, en medio del odio homicida que ensangrienta Tierra Santa, entre los conflictos que ensombrecen el mundo, en medio de los sufrimientos inhumanos de tantas personas, de tantas poblaciones. Queridos hermanos, ¿quién escucha el llanto del Niño?
* Que enlaza con la vida cotidiana y nos pone en movimiento. No se trata de una escena de cartón piedra, ni de asistir a una representación. Con san Francisco, en Greccio, no había figuras: el belén fue realizado y vivido por todos los presentes. Nosotros, cada uno de nosotros, es un personaje del belén, forma parte de este acontecimiento y debe responder a lo que podríamos llamar la “provocación de Dios”. Nos compromete. Unos se mueven hacia el portal, otros siguen en sus quehaceres como si tal cosa, otros incluso dormitan. ¿Dónde te sitúas tú con tu propia historia?
Pero tenemos otra sorprendente novedad: en la cuna no había Niño. San Francisco, en aquella Nochebuena, hizo que el sacerdote celebrara la misa sobre el pesebre, a modo de altar y él, que era diácono, cantó el Evangelio y predicó sobre el Hijo de Dios nacido en circunstancias tan humildes como las que en aquel momento se reproducían (es decir, en el frío de una noche de invierno, en una inhóspita cueva, junto a los animales que lo calentaban con su aliento). Causo una enorme emoción entre los asistentes. Y cayeron en la cuenta de algo esencial: no puedes quedarte en Belén; no puedes prescindir de todo lo que viene después. Ese Niño en el que se ha encarnado el Verbo de Dios, es el hijo obediente de María y José, el Jesús de la vida pública, el mismo que muere en la cruz y resucita. El Dios con nosotros, el Dios para nosotros. Pero ¿dónde se hace presente, se nos da y se queda totalmente, hoy, ahora? ¿Dónde?
La Madre Teresa de Calcuta nos decía, sencillamente, que “cuando vamos a la Eucaristía vamos a Belén”. Sí, nosotros podemos adorar hoy a Cristo en la Eucaristía, reconocerlo como nuestro Señor y Salvador y recibirlo en la comunión. San Elredo de Rieval, un monje cisterciense anglosajón del siglo XII, en su Sermón para la Navidad, establece un paralelismo entre los pañales que envuelven al Niño y ocultan su cuerpo y las especies del pan y el vino, bajo las que está presente Cristo, con su cuerpo y sangre. El sacerdote que celebró solemnemente sobre el pesebre, en aquel belén viviente de san Francisco de Asís, mostró y sigue mostrándonos hoy el perenne vínculo entre la encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. Belén significa “Casa del pan”. Igual que los pastores y los Magos reconocieron al Hijo de Dios nacido en un establo, ojalá también nosotros sepamos reconocerlo cuando viene a nuestro encuentro en el misterio de la Eucaristía, cuando comulgamos y decimos “amén”.
“Escuchas, pues: «Cuerpo de Cristo», y respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que tu «Amén» responda a la verdad” (San Agustín, Sermón 272). Es decir, la comunión con Cristo solo es posible desde la comunión con su cuerpo, que es la Iglesia. Y la comunión es siempre vivencia y expresión de amor. No hay mayor amor que dar la vida por quien se ama. Al celebrar la fiesta de san Esteban el día siguiente a la Navidad se subraya el estrecho vínculo entre encarnación y martirio. San Esteban, que derrama su sangre por amor a Cristo, se une al Hijo de Dios, que nace y muere para dar vida al mundo. Nos recuerda, ante el Niño en el pesebre, que, si amamos y seguimos a Cristo, nos hacemos Eucaristía con él. Entonces se prolonga el misterio de la encarnación y puedo decir en primera persona, también yo, frágil y desvalido, insuficiente y pecador, pero unido a Cristo, hecho uno con él: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, que se dona por amor, para la vida del mundo”.
Queridos hermanos: Feliz Navidad
+ Luis Marín de San Martín, O.S.A.