La Soledad de Belén
La bajada solía ser agobiante. Los peregrinos se agolpaban y empujaban como si de subir a un tren en hora punta se tratara. Al descender, apenas un minuto, sin posibilidad de contemplar con detalle la humilde oquedad en la que, un día, el Verbo nació hecho carne. Los pastores tuvieron más suerte, pues pudieron recrearse y conversar con José y María y hacerle carantoñas a un niño recién nacido que, envuelto en pañales, estaba acostado en un pesebre. Entonces no había divisiones entre cristianos, ni intereses comerciales que una guerra terrible pudiera amenazar. Nadie discutía entonces si el niño nació o no nació. Ni se peleaban por temas de dogmático contenido y confusa verbalización. Tiempo tenía la joven madre de guardarlo todo, meditándolo en su corazón y compartiendo con su joven esposo las impresiones de cuanto ocurría a su alrededor.
Belén está ahora más sola que antes. Al menos en la primera noche hubo gentes que por allí pasaron a conocer al niño y, eso decían, a adorarlo pues se les había dicho, en medio de un canto de paz y gloria, que es el Salvador. Pero ahora no hay paz. Y la gloria se esfumó por las divisiones y enfrentamientos no sólo políticos.
En Belén es necesario cruzar una puerta de humildad para entrar al recito donde la gruta se conserva. Toda una parábola, sin luces ni comilonas. Pero una parábola de que el encuentro con Jesús, que cambia la vida de las personas cuando se dejan sorprender por el misterio de la pequeñez del Altísimo, sólo es eficaz cuando se ama y adora a Dios en espíritu y en verdad.
Nunca se agradecerá bastante ni se reconocerá que el milagro consiste en que el Altísimo se ha acercado tanto que podemos tocarlo y besarlo y ponerle mimos. Y no es ningún hallazgo teológico, ni un ritual costumbrista, ni un argumento de conveniencia. Que ese niño no entiende de herejías ni de cismas ni de luchas armadas. Sólo entiende de calor, de mimos, de ternura materna y tranquilidad. A veces las iglesias parecen las madrastras que se presentaron ante Salomón tirando cada una del frágil cuerpo del niño a punto de ser desmembrado. Pero la sabiduría da razón al Altísimo. No se puede romper, ni quebrar, ni manipular. Es el que Es y lo que Es. Y está ahí para la salvación, no de muchos, sino de todos. ¿Salvación? ¿Un niño? Sí. Pero hay que empezar por guardar silencio y agacharse.
No importa que Belén esté en silencio y se vea sola. Sigue siendo una casa del pan que un día será repartido a todos por igual y sin parcialidades. Belén ofrece un regalo tan simple como la vida, tan adecuado como el amor. Belén siempre estuvo sola frente al mundo de la violencia, las rupturas y los consabidos intereses. Guarda el secreto de una madre desposada con un hombre junto al cual consagró su juventud y su vitalidad para que, en medio de la noche, sin una posada donde cobijarse, en un lugar reservado para el ganado donde al menos había paja fresca y mullida, naciera un niño sin el cual nada se entiende y sin el que sería imposible entender nada.
Tal vez Belén esté sola, pero el niño nació y vive entre nosotros resucitado. Aún sigue siendo verdad que para encontrarle y adorarle, no hay otro camino que el que lleva a Belén: el sendero de la humildad de quienes no se escuchan a sí mismos sino a Dios.
Por el Rvdo. JUAN JOSÉ LLAMEDO GONZÁLEZ
Sacerdote Católico de la Archidiócesis de Valencia (España).